¿Quién
pagó al plomero? La CIA
y la guerra fría cultural
La “forma de
propaganda más efectiva” era aquella en que “el individuo actuaba en la
dirección en que se esperaba, por razones que creía eran las suyas propias”. No
tiene sentido discutir estas definiciones, están basadas en documentos del
gobierno y proporcionan los principales argumentos de la estrategia de la Guerra Fría cultural.

Corría Mayo de 1967. En los pasillos de la
nueva sede de la
Agencia Central de Inteligencia, en Langley, Virginia, se
respiraba una atmósfera de emergencia. La CIA, que durante 20 años prácticamente había
logrado desempeñarse de una manera totalmente secreta, enfrentaba ahora una
profunda crisis en sus relaciones públicas. La historia de cómo la CIA había intentado golpes de
estado, asesinatos y derrocamientos de gobiernos elegidos democráticamente,
había circulado por todo el mundo en las primeras planas de periódicos, a pesar
de los grandes esfuerzos por evitarlo. Con el antecedente de la guerra de
Vietnam, y en medio de un clima de creciente disconformidad nacional, la CIA, que hasta entonces había
sido una institución respetada, comenzó a ser vista como un elefante feroz en
la cristalería de la política internacional. Quedaron al descubierto los
detalles sucios de la deposición del Premier Mossadegh, en Irán en 1953; de la
expulsión del gobierno de Árbenz en Guatemala, en 1954; de la desastrosa
operación de Bahía de Cochinos; y de cómo la CIA había espiado a decenas de miles de
estadounidenses y negado dichas actividades ante el Congreso, elevando así a
nuevos niveles el arte de mentir. La postguerra se había abierto al son de la
música proveniente de promesas históricas de los Estados Unidos, pero estas
ahora parecían más que nada el cínico discurso de una monarquía borbónica.
Mucho se ha escrito desde entonces acerca
de los aspectos más dramáticos de las actividades de la CIA y, sin embargo, poco se ha
hablado de su joya más preciada: su programa de guerra psicológica y cultural.
Desde el colapso de la
Unión Soviética se han revelado numerosas pruebas de la lucha
del Kremlin por la supremacía ideológica. Sabemos cómo el Cominform organizó
una amplia ofensiva cultural no solo en el bloque soviético sino, además, en el
resto del mundo, con el fin de ganar adeptos a las proposiciones del comunismo.
Sin embargo, se conocen menos evidencias acerca de cómo, en lo más intenso de la Guerra Fría, el
gobierno de los Estados Unidos destinaba vastos recursos a su propio programa
de guerra cultural.

Un elemento fundamental dentro de este
programa consistía en hacer creer que no existía tal. Como dijera uno de los
estrategas de la Guerra
Fría: “La manera de lograr una eficiente labor de propaganda,
es que parezca que no hay labor de propaganda alguna”. En consecuencia, el
aparato de espionaje de los Estados Unidos, la Agencia Central de
Inteligencia, operaba con un máximo de discreción. ¿Qué fines perseguían?
Apagar el interés hacia el comunismo, disipar la idea de que la posición
neutral era una opción viable en el contexto de la Guerra Fría, estimular
la visión de los Estados Unidos como guardián de la libertad, y aumentar las
posibilidades de expansión de dicha nación.
Esta campaña, que en su momento cumbre
disponía de inmensos recursos, no estaba dirigida a las masas, sino a la
inteligentsia; debía funcionar desde arriba hasta la base. Al dirigirse a las
elites culturales buscaba efectuar un cambio permanente con respecto a la
política exterior de los Estados Unidos, de un modo políticamente correcto.
Sería la intelectualidad de Europa, África, Asia, y América Latina, quien
directa o indirectamente influiría en las actitudes de quienes tenían el poder
en las manos. Tal como me explicara un oficial de la CIA, “lo que la Agencia se proponía era
formar personas que, a partir de sus propios razonamientos, estuvieran
convencidas de que todo lo que hacía el gobierno de los Estados Unidos era
correcto”.

Desde su propio surgimiento en 1947, la CIA sentó las bases de un
“consorcio” al crear una extensa e influyente red de personal de inteligencia y
estrategas políticos y utilizar el aparato corporativo, así como las antiguas
relaciones de las universidades de la Ivy League. Su objetivo era prevenir al mundo del
contagio del comunismo, y favorecer los intereses de la política exterior de
los Estados Unidos. El resultado fue una apretada red de personas que
trabajaban en la promoción de un ideal: el mundo necesitaba una nueva era de ilustración,
y tal período recibiría el nombre de “El Siglo Americano”.
Este consorcio fue el arma secreta de la Guerra Fría de los
Estados Unidos; arma que en la esfera cultural tenía grandes influencias. A
conciencia o no, a gusto o a disgusto, en la Europa de la postguerra (y de hecho en América
del Sur, Asia, y en los países africanos en desarrollo) quedaron pocos
escritores, periodistas, poetas, artistas, historiadores, científicos o
críticos cuyos nombres no estuvieran, de una manera u otra, vinculados a esta
empresa encubierta. En nombre de la libertad de expresión, el aparato de
espionaje de los Estados Unidos —por más de 20 años incuestionable y secreto—
llevó a cabo en todo el mundo una serie de operaciones culturales
sustanciosamente costeadas.
De este modo la Guerra Fría era
definida como una “batalla por las mentes humanas”, y reunió un vasto arsenal
de armas culturales como revistas, libros, eventos, seminarios, exposiciones,
conciertos y premios.
Esta campaña secreta buscaba la deserción
de los numerosos intelectuales que, por la década del treinta, se habían
afiliado a la izquierda. En tiempos de la Guerra Civil Española
y de la Gran Depresión,
estos intelectuales habían visto en el marxismo y el comunismo la promesa de un
futuro brillante; sin embargo, ya en los años cuarenta, cuando comenzaban los
primeros juicios stalinistas, se dieron cuenta de que se habían construido
falsas expectativas. En la total confusión, pasaron el resto de la década
preguntándose dónde había estado el error; así que ya en los años cincuenta
muchos de estos intelectuales se convirtieron en liberales (y no tan liberales)
anticomunistas y no estaban lejos de una nueva y congenial relación con la Guerra Fría de los
Estados Unidos.
Individuos como Arthur Koestler personifican
esta dramática reorientación ideológica. Koestler, quien fuera un activista al
servicio del comunismo, había demostrado su desencanto con una crítica
devastadora, Darkness at Noon (Oscuridad al mediodía), cuya descripción de la
crueldad soviética significó su presentación de credenciales como
anticomunista. A fines de la década del cuarenta, Koestler fungía como asesor
de la Oficina
Británica de Asuntos Exteriores, del Departamento de Estado
de los Estados Unidos e, inclusive, trabajaba para la CIA. Koestler hizo
que estas instituciones comprendieran la utilidad de favorecer a aquellas
personas que en ese momento ya se autodefinían como la Izquierda no comunista,
lo que respondía a un doble objetivo: lograr una cierta proximidad a grupos
“progresistas” a fin de poder controlar sus actividades, y suavizar su impacto
lo mismo por medio de la influencia desde el interior de los propios grupos,
que conducía a sus miembros a posiciones paralelas y, sutilmente, menos
radicales.
Pronto el propio Koestler se benefició de
las campañas propagandísticas anticomunistas por parte de Gran Bretaña y
Estados Unidos. En 1948, la
Oficina de Asuntos Exteriores financió y distribuyó
secretamente 50 000 ejemplares de Darkness at Noon. Irónicamente, el Partido
Comunista Francés tenía órdenes de comprar de inmediato cada ejemplar que
apareciera, lo que hizo que el libro fuese reeditado continuamente y, clara
ironía de la Guerra Fría,
Koestler se benefició indefinidamente de los fondos del Partido Comunista.
La pieza clave de la red de acciones de la CIA, fue el Congreso por la Libertad Cultural,
establecido en 1950, con sede en París, y dirigido por un oficial de la CIA de considerables
habilidades lingüísticas e intelectuales. En su máximo esplendor, el Congreso
llegó a tener oficinas en 35 países, publicaba más de 20 revistas de alta
calidad, y organizaba seminarios, conciertos, premios literarios y
exposiciones. En este período, no hubo una sola organización, salvo en la Unión Soviética,
que dispusiera de tan grandes recursos, o que influyera de manera similar en
las carreras de tantas personalidades cimeras de la cultura. Fue el Congreso
por la Libertad
Cultural quien en 1963, por órdenes de la CIA, organizó una encubierta
campaña contra Pablo Neruda cuando la Academia Sueca lo valoraba para el Premio Nobel
de Literatura, y Neruda no recibió el premio (aunque le fue otorgado finalmente
en 1971). Fue el Congreso por la Libertad Cultural quien en 1954, organizó una
campaña contra el escritor italiano Alberto Moravia luego de que este sugiriera
públicamente que el realismo socialista en las artes tenía algún valor.

Sin embargo, más relevantes que estos
intentos de censura, fueron los logros del Congreso en la difusión de la
cultura de los Estados Unidos. Mientras los izquierdistas antinorteamericanos
veían a los Estados Unidos como un desierto cultural, la CIA, bajo la fachada del
Congreso por la
Libertad Cultural y otras organizaciones “libres” e
independientes, inundó Europa de libros, cantantes, orquestas y arte en general
procedente de los Estados Unidos; incluso, ayudaron a financiar el éxito del
Expresionismo Abstracto –los extravagantes y anárquicos lienzos de Jackson
Pollock y la Escuela
de Nueva York— con presentaciones en las galerías del mundo, a la manera de un
grupo de agitadores enfrentados al arte viejo y convencional, perfecta
promoción para una nación que toleraba la libertad de expresión en la misma
medida en que la Unión
Soviética la odiaba. También la CIA pagó los costos de
producción de las adaptaciones de los clásicos de George Orwell Animal Farm (La
granja animal) y 1984, y aseguró sus inversiones en este sentido al insertar
agentes en ambos proyectos. La presencia de la CIA condicionó la dirección ideológica de las
películas inspiradas en ambas obras, de manera que después de su muerte, George
Orwell, el gran enemigo de la propaganda, fue expuesto a las evasiones y
decepciones de la misma.
En 1977, en un artículo para Rolling Stone,
Carl Bernstein —el reportero investigador que junto a Bob Woodward, hizo
público lo que fuera el Watergate— escribió sobre la influencia de la CIA en los medios de
comunicación. Luego de 25 años, parece realmente conservadora su declaración de
que más de 400 periodistas estadounidenses colaboraban secretamente con la CIA. Algunas de estas
relaciones se mantenían en el anonimato, otras eran explícitas; había
cooperación, acomodación y solapamiento. Los periodistas brindaban una gran
variedad de servicios clandestinos, desde la simple localización de información
hasta el trabajo como enlace con espías en países comunistas. Los reporteros
compartían sus apuntes con la CIA;
los editores compartían su personal. Algunos de estos periodistas eran premios
Pulitzer, distinguidos reporteros que se consideraban “embajadores sin cartera”
de sus países. La mayoría eran menos reconocidos: corresponsales extranjeros
que pensaban que sus nexos con la
Agencia les facilitaba el trabajo.
Durante las décadas del cincuenta y del
sesenta, muchos periodistas fueron utilizados como intermediarios para
localizar, pagar y pasar instrucciones a los demócrata-cristianos en Italia y a
los social-demócratas en Alemania; en ambos casos recibieron de la Agencia millones de
dólares. En una categoría inferior quedaban los empleados, a tiempo completo,
de la CIA que se
enmascaraban como reporteros en el extranjero.
En muchos casos estos periodistas eran
empleados por la CIA
con la aprobación de las administraciones de las principales organizaciones de
prensa. Los editores estadounidenses, lo mismo que muchos otros directivos corporativos
e institucionales del momento, estaban más que dispuestos a destinar los
recursos de sus compañías a la guerra contra el “comunismo global”.
Consecuentemente, la barrera que tradicionalmente separa los órganos de prensa
norteamericanos y el gobierno se hizo imperceptible. Un investigador que en
1976 conducía una encuesta del Congreso acerca de las actividades de la CIA expresó su asombro ante lo
“increíblemente extendidas que estaban esas relaciones” y dijo: “No es
necesario manipular a la revista Times, porque hay miembros de la Agencia en la propia
dirección”.
Agentes pagados que laboraban en la Associated Press
(Prensa Asociada) y en la
United Press International (Prensa Unida Internacional),
intercalaban entre las noticias despachos preparados por la CIA. Un foco común para
las actividades de propaganda eran los clubes de prensa que existían en casi
todas las capitales extranjeras. En ocasiones, los presidentes de estos clubes
eran agentes de la CIA. La
propaganda adoptó muchas apariencias y afloró en muchos lugares. Iba desde lo
inocuo; por ejemplo, cartas a los editores de los principales periódicos, que
no identificaban al remitente como empleado de la CIA, hasta acciones de
consecuencias mucho más serias, como reportes sobre pruebas nucleares
soviéticas que nunca se efectuaron.


El lazo entre la CIA y sus medios era el
dinero, y ese dinero a menudo pudo comprar cierto control, y muchas veces hasta
llegó a comprar todo el control. “No podíamos gastarlo todo”, recordaba un
agente “No había límites, y nadie tenía que dar cuentas de nada”. Con el
objetivo de cubrir sus manejos, la
CIA diseñó una manera de hacer llegar el dinero por
diferentes canales hasta llegar a su destinatario final. La CIA creó una fundación falsa,
poco más que un buzón postal, que proporcionaría fondos a una fundación
legítima, y esta última sería la encargada de distribuir el dinero a las
organizaciones que la CIA
quisiera favorecer.
Docenas de agencias de prensa y periódicos
en lenguas extranjeras respondían a este modo de financiamiento y operación. El
Rome Daily American (Diario Americano de Roma), controlado por la CIA de 1956 a 1964, fue asumido por
la Agencia a
fin de evitar que cayera en manos de los comunistas italianos y, una vez que
pasó el peligro, lo vendieron otra vez. Aún así fue administrado por varios
años por un oficial retirado de la
CIA, que fue vuelto a contratar. La CIA tenía inversiones en el
Okinawa Morning Star, en el Times de Manila, El Mundo de Bangkok y el Noticias
de la tarde, de Tokio. “En aquel entonces teníamos disponible por lo menos un
periódico en cada capital”, declaró un oficial de la CIA. Se situaron agentes
en el Correo del Pacífico Sur (Santiago), en el Crónica de Guyana, El Sol de
Haití, el Tiempos de Japón, La
Nación de Rangoon, el Diario de Caracas, el Bangkok Post, y
antes de la Revolución
cubana, el Tiempos de La
Habana. La CIA financiaba el Foreign News Service (Servicio
de noticias internacionales), que difundía artículos escritos por un grupo de
periodistas de Europa del Este que vivían en el exilio. Hubo una fuerte
infiltración en el Servicio de Prensa de Editores de América Latina. Era
propiedad de la CIA
el Continental Press Service (Servicio de prensa continental), con sede en
Washington, dirigido por un oficial de la CIA, y que tenía entre sus principales tareas la
de proveer apariencia oficial, y proveer de credenciales de prensa a operativos
que necesitaran una cobertura oficial urgente. También estaba Visión, la
revista noticiosa semanal que era distribuida en toda Europa y América Latina.
En 1958, poco después de que el presidente
Nixon recibiera el rechazo de una multitud en Caracas, José Figueres (quien
entonces justo había terminado el mandato) visitó Washington para explicar las
causas de este incidente. “No se puede escupir sobre una política
internacional”, manifestó a un funcionario de la Casa Blanca, “que es
lo que quisieron hacer”. Figueres insistió en que América Latina apoyaba a los
Estados Unidos en la
Guerra Fría, pero cuestionó; “Si ustedes le hablan a Rusia de
dignidad humana, ¿por qué titubean tanto para hablarle de dignidad humana a la República Dominicana?
Figueres afirmó que los Estados debían cambiar su política en Latinoamérica y
que no podían sacrificar los derechos humanos a causa de las ”inversiones”.

Más tarde, el propio año, Figueres apeló a la CIA para hacer avanzar su
agenda. La CIA le
concedió fondos para publicar una revista política, Combate, y para patrocinar
el encuentro para la fundación del Instituto de Educación Política en Costa
Rica, en noviembre de 1959. El Instituto se creó como centro para el
entrenamiento y la colaboración política de los partidos políticos de la
izquierda democrática; fundamentalmente los costarricenses, los cubanos (en el
exilio), los dominicanos (en el exilio), los guatemaltecos, los hondureños, los
nicaragüenses (en el exilio), los panameños, los peruanos y los venezolanos. La CIA ocultó su actuación a la
mayoría de los participantes, excepto a Figueres. Sus fondos (más de un millón
entre 1961 y 1963) pasaron primero a una fundación-fachada, luego al Kaplan
Fund of New York (Fondo Kaplan de Nueva York), después al Institute for
International Labor Research (ILLR) (Instituto para las Labores de
Investigación Internacional), también en Nueva York, y finalmente a San José.
Claro está, la mayor parte de estas
operaciones clandestinas de la CIA
en América Latina durante los años sesenta, tuvieron lugar en el contexto de
los logros de la Revolución
cubana, y estaban concebidas para persuadir al hemisferio contra Fidel Castro.
“No más Cubas” era una política concreta para la CIA que, con este objetivo, poseía varias
revistas de calidad que hacía circular tras Tortilla Curtain, Cuadernos
(editada por Julian Gorkin y, más tarde, por Germán Areiniegas), y su sucesor
Mundo Nuevo (editada por el literato uruguayo Rodríguez Monegal, y diseñada
para promover el tema del “Fidelismo sin Fidel”). Por otra parte, la CIA también creó una división
en Nueva York llamada Foreign Publications Inc. (Publicaciones extranjeras
inc.) para subsidiar varias publicaciones anticastristas, muchas de las cuales
procedían de Miami. También se utilizó la Agencia de Información de los Estados Unidos para
crear un frente neoyorquino llamado Foreign Publications Inc. con el fin de
subsidiar múltiples publicaciones anticastristas, muchas de ellas radicadas en
Miami.
En Argentina, por ejemplo, mientras la USIA producía abiertamente
películas para satisfacer a aquellos grupos interesados en las diversas facetas
de la vida en los Estados Unidos, los agentes clandestinos de la CIA tergiversaban los
reportajes que sobre los sucesos internacionales eran exhibidos en teatros
locales, operación que intentaba, según un agente de la CIA, “imponer en los
hemisferios la óptica norteamericana sobre Castro. Los argentinos no creían que
Castro constituyera una amenaza, así que comenzamos con las películas y creamos
ese estado de opinión”.

Estas operaciones de la guerra cultural
habían sido concebidas como respaldo a una serie de artimañas de la CIA. En la Guyana Inglesa (que
declaró su independencia en 1966), la
CIA se apoyó en el movimiento sindical internacional para
debilitar el gobierno pro comunista del Primer Ministro Cheddi Jagan. A
principios de los sesenta, Jagan había dado muestras de cordialidad hacia
Castro y había decidido controlar los sindicatos obreros como parte de sus
esfuerzos por alcanzar el poder absoluto. En 1963 ó 1964, la American Federation
of Labor (AFL) (Federación americana del trabajo) y sus aliados
internacionales, la
Inter-American Regional Labor Organization (ORIT)
(Organización regional interamericana para la organización del trabajo) y la International
Confederation of Free Trade Unions (ICTFU) (Confederación
internacional de sindicatos libres) respaldaron la huelga general de 80 días
que impidió que Jagan consiguiera el control de los sindicatos y que condujo al
ulterior derrocamiento del mandatario.
La
CIA también operaba sus propias emisoras radiales. De todas, la
más exitosa fue Radio Free Europe (Radio Europa Libre), pero también estaban
Radio Free Asia (Radio Asia libre), Free Cuba Radio (Radio Cuba libre), y Radio
Swan. Esta última transmitía desde una pequeña isla del Caribe, y era una
estación muy potente. Sus programas podían ser escuchados en la mayor parte del
hemisferio occidental, y era operada por una compañía naviera que por un buen
tiempo no había poseído barco alguno. La emisora era asediada por potenciales
propagandistas prestos a obtener ventajas de su potente y clara señal. Luego de
muchos meses rechazando a los consumidores, la CIA finalmente se vio forzada a comenzar a
aceptar algunos negocios para preservar lo que había abandonado la cobertura de
Radio Swan.
Radio Free Asia, amén de emplear a un grupo
de periodistas asiáticos que habían sido cuidadosamente seleccionados (aunque
ellos no lo sabían) por la CIA
y enviados un año a Harvard, fue prácticamente un desastre. Solo después de que
los transmisores de Radio Free Asia comenzaran a funcionar, la CIA descubrió que en China
casi no había radio receptores privados. Con frecuencia enviaban desde Taiwan
globos aerostáticos que portaban pequeños radios, pero el plan fue abandonado
porque los globos regresaban a Taiwán a causa de los vientos del estrecho de
Formosa. La estación dejó de transmitir en 1955.
Radio Free esto y Radio Free lo otro.
Congreso por la
Libertad Cultural. Cruzada por la libertad. Comité Nacional
por una Europa Libre. Universidad Libre de Europa. A mediados de los sesenta,
se decía en broma que si alguna organización filantrópica o cultural de los
Estados Unidos llevaba las palabras ‘libre’, ‘privada’ o ‘independiente’ en su
literatura, de seguro respondía a la
CIA.
El grado de dominio que Estados Unidos
ejerció sobre la cultura de otros países, incluidos sus aliados, llegó a
manipular a los intelectuales y sus obras como si fueran piezas de ajedrez en
plena jugada maestra, y es todavía una de sus herencias más provocadoras. Aún
entre los círculos intelectuales de Europa y América se mantiene la disposición
a aceptar el argumento de la CIA
de que sus sustanciales inversiones financieras eran desinteresadas, y que su
propósito era ampliar posibilidades para una libre y democrática expresión
cultural. “Solamente ayudábamos a decir lo que de todos modos se iba a decir”,
es una especie de cheque en blanco con que la Agencia se defiende; si
los intelectuales se beneficiaban de los fondos de la CIA sin saberlo, entonces sus
actitudes no recibían influencia alguna, así que su independencia como
pensadores críticos no podía estar precondicionada por este hecho.
De cualquier manera, documentos
relacionados con la Guerra
Fría cultural sistemáticamente desmienten este mítico
altruismo; recordemos una frase citada anteriormente, dicha por un oficial de la CIA que entrevisté: “lo que la Agencia se proponía era
formar personas que, a partir de sus propios razonamientos, estuvieran
convencidas de que todo lo que hacía el gobierno de los Estados Unidos era
correcto”. Tenemos una frase crucial, “a partir de sus propios razonamientos”.
Nada más directo o poco sutil que forzar a los cerebros de una generación a que
equiparen la paz de los Estados Unidos con el ideal de la libertad. “No se
trataba de comprar o subvertir a escritores e intelectuales, sino de crear un
sistema de valores arbitrario y artificial con el que los académicos fueran promovidos;
los editores, designados; y los estudiosos, subsidiados y publicados; no por
sus méritos –que en ocasiones eran considerables—sino por su filiación”.
En otras palabras, los individuos e
instituciones subsidiados por la
CIA debían funcionar como parte de una amplia campaña de
persuasión, de una guerra propagandística donde ‘propaganda’ quería decir
“cualquier acción o esfuerzo organizado para difundir información o alguna
doctrina en específico, por medio de noticias, polémicas o incentivos especiales,
concebidos para influir las ideas y los actos de un grupo dado”. Un componente
fundamental en esta política era la “guerra sicológica”, definida como “la
puesta en práctica de forma planificada por parte de una nación, de propaganda
y actividades no bélicas que promocionaran ideas e informaciones dirigidas a
influir las opiniones, actitudes, emociones y comportamientos de grupos
extranjeros, de un modo que favoreciera los logros y objetivos nacionales”. La
“forma de propaganda más efectiva” era aquella en que “el individuo actuaba en
la dirección en que se esperaba, por razones que creía eran las suyas propias”.
No tiene sentido discutir estas definiciones, están basadas en documentos del
gobierno y proporcionan los principales argumentos de la estrategia de la Guerra Fría cultural.

Evidentemente, la Agencia disfrazaba sus
inversiones porque suponía que de actuar abiertamente sus facilidades serían
rechazadas. ¿Qué tipo de libertad se puede promover con semejantes artimañas?
“No congenian el secreto con un gobierno libre y democrático” dijo, antes de su
muerte, Harry Truman, bajo cuya presidencia fue instituida la CIA. La agenda de la Unión Soviética no
incluía libertad de ningún tipo, allí donde los escritores e intelectuales que
no eran enviados a los campos de trabajo forzado, estaban amarrados a los
intereses del Estado. Claro está que era correcto oponerse a semejante
opresión. Ahora bien, ¿de qué manera? ¿Era coherente el gobierno de los Estados
Unidos con sus propios elevados ideales de libertad, tal como se expresaban en
el manifiesto del Congreso para la Libertad Cultural?
Este manifiesto, publicado en 1950, estaba
dirigido a “todos aquellos individuos decididos a recuperar aquellas libertades
perdidas, y a preservar y ampliar las disponibles”. “Sostenemos que es evidente
que la libertad intelectual es uno de los derechos inalienables del hombre… tal
libertad significa en primer lugar y por encima de todo, el derecho a expresar
y mantener las opiniones propias, y particularmente aquellas opiniones que
difieren de las de los gobernantes. Cuando a un hombre se le priva del derecho
a decir ‘no’, se le convierte en un esclavo”. El documento definía la paz y la
libertad como “inseparables”, y advertía que “solo es posible mantener la paz
si cada gobierno somete sus actos al dominio y a la consideración de aquellos a
quienes gobierna”. También hacía énfasis en que una condición para la libertad
era “la tolerancia de opiniones divergentes. El principio de la tolerancia no
necesariamente permite la práctica de la intolerancia”. Ninguna “raza, nación,
clase o religión puede arrogarse el derecho exclusivo a representar el ideal de
la libertad, ni el derecho a restringir la libertad de otros grupos o credos,
en nombre de ningún ideal o motivo elevado cualquiera que sea”.
Muy bien, ¿pero cuáles era el lugar
asignado a la política y a la propaganda en el contexto de este sueño de
libertad? ¿Es que la propaganda no constituye una oscura mistificación que
coloca a los creadores, o a los científicos, al servicio del Estado o de
quienes la controlan? Además, ¿cuáles eran los asuntos que la Agencia de Inteligencia de
los Estados Unidos asumían como una interferencia en los procesos de expresión
cultural? ¿No sugiere la presencia de la
CIA que los requerimientos de seguridad de los Estados Unidos
se habían ampliado conceptualmente hasta incluir un mundo sustancialmente hecho
a su propia imagen?
Podemos percibir los ecos de “El siglo
americano” en el discurso inaugural de George W. Bush, cuando prometió que esta
nueva era sería “El siglo de las Américas”. Fue sobre la base de que era el
destino de los Estados Unidos responsabilizarse por el siglo que se construyó
el mito principal de la
Guerra Fría. Esta fue y sigue siendo una base falsa. “La Guerra Fría es una
batalla de falsedad entre verdaderos intereses”, escribió el crítico de arte
Harold Rosenberg en 1962. “La broma de la Guerra Fría es que
cada rival está consciente de que las ideas del otro serían irresistibles si
fueran realmente llevadas a la práctica… Occidente quiere libertad al nivel en
que la libertad es compatible con la propiedad privada y las ganancias; los
soviéticos quieren libertad al nivel en que esta es compatible con la dictadura
de la burocracia comunista… (De hecho) las revoluciones en el siglo XX tienen
como objetivo la libertad y el socialismo… es esencial una política realista,
una política que se libre de una vez y para siempre del fraude de la libertad
en oposición al socialismo.”
En 1993, George Kennan, uno de los
arquitectos de la política de la
Guerra Fría, hizo una afirmación extraordinaria: “Debo
aclarar”, expresó, “que estoy total e insistentemente en desacuerdo con
cualquier concepto mesiánico acerca del papel de los Estados Unidos en el
mundo, lo que significa en desacuerdo con nuestra imagen de guía y redentores
del resto de la humanidad, en desacuerdo con la ilusión de que tenemos una
virtud única y superior, el discurso sobre el Destino Manifiesto o el ‘Siglo
Americano’.
En otras palabras, es necesario que se
entienda que la complicada madeja de las cuestiones internacionales no puede
ser reducida a slogans ni a imperativos doctrinales, y que los mecanismos de la
libertad intelectual, cultural y política son más complejos de lo que está
implícito en las loas al liberalismo de los Estados Unidos. La verdadera
libertad de los intelectuales y artistas debe radicar en que estos estén
motivados por sus propios principios, más que por los dictados de gobiernos o
estrategas, y que en vez de ser forzados a tomar partido, deben tener libertad
para patear las barreras erigidas alrededor de las ideas. Solo de esta manera
podrá, como dijera Milan Kundera, surgir “la sabiduría de la duda”.
Frances
Stonor Saunders
Ciudad de La Habana, Febrero de 2003
Traducción: Denisse Ocampo
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